José de Espronceda y Delgado



                   La cautiva


                   Ya el sol esconde sus rayos, 
                   el mundo en sombras se vela, 
                   el ave a su nido vuela. 
                   Busca asilo el trovador. 
                   
                   Todo calla: en pobre cama 
                   duerme el pastor venturoso: 
                   en su lecho suntüoso 
                   se agita insomme el señor. 
                   
                   Se agita; mas ¡ay! reposa 
                   al fin en su patrio suelo; 
                   no llora en mísero duelo 
                   la libertad que perdió. 
                   
                   Los campos ve que a su infancia 
                   horas dieron de contento, 
                   su oído halaga el acento 
                   del país donde nació. 
                   
                   No gime ilustre cautivo 
                   entre doradas cadenas, 
                   que si bien de encanto llenas, 
                   al cabo cadenas son. 
                   
                   Si acaso, triste lamenta, 
                   en torno ve a sus amigos, 
                   que, de su pena testigos, 
                   consuelan su corazón. 
                   
                   La arrogante erguida palma 
                   que en el desierto florece, 
                   al viajero sombra ofrece, 
                   descanso y grato manjar. 
                   
                   Y, aunque sola, allí es querida 
                   del árabe errante y fiero, 
                   que siempre va placentero 
                   a su sombra a reposar. 
                   
                   Mas ¡ay triste! yo cautiva, 
                   huérfana y sola suspiro, 
                   el clima extraño respiro, 
                   y amo a un extraño también. 
                   
                   No hallan mis ojos mi patria; 
                   humo han sido mis amores; 
                   nadie calma mis dolores 
                   y en celos me siento arder. 
                   
                   ¡Ah! ¿Llorar? ¿Llorar?... no puedo 
                   ni ceder a mi tristura, 
                   ni consuelo en mi amargura 
                   podré jamás encontrar. 
                   
                   Supe amar como ninguna, 
                   supe amar correspondida; 
                   despreciada, aborrecida, 
                   ¿no sabré también odiar? 
                   
                   ¡Adiós, patria! ¡adiós, amores! 
                   La infeliz Zoraida ahora 
                   sólo venganzas implora, 
                   ya condenada a morir. 
                   
                   No soy ya del castellano 
                   la sumisa enamorada: 
                   soy la cautiva cansada 
                   ya de dejarse oprimir.

                   
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